lunes, 15 de abril de 2013

Un pedazo de cotidianidad celayense.

La ciudad siempre está ahí, la gente, el clima, las fotografías.
Tal vez no hay mucho que contar, dirán. Pero tampoco se puede silenciar
lo que con tanta sutileza gritan los muros de aquella ciudad.


Si los edificios no contaran historias, ¿de que serviría guardar tanto material en ellos?
¿A donde irían a parar todos aquellos sucesos, todas esas risas y sonrisas, chismes y caricias?
No tendría sentido caminar por ella si los olores no te regresaran los recuerdos. Si un helado de la esquina no te devuelve la niñez. 



No tendríamos ese sentido de pertenencia que aún hoy no entendemos. Así como no entendemos lo morisco de las cúpulas del centro. El azulejo que adorna las alturas y los muros.


Y cuando caminamos por la calle, no podemos pretender que vamos desnudos y no nos vemos. 
Deberíamos demostrar, que no nos causa morbo mirar lo nuestro (nuestros edificios) sentirlo y vivirlo.

Porque finalmente, somos también, parte de la ciudad.







Al atardecer, vemos como se acentúa esa decadencia urbana.






Vemos como la ciudad se manifiesta a través del estado en que se encuentra. 


Que si está maltratada, que si no. Que si aún llegan los pájaros a habitar en ella o que si el tráfico la consume lentamente y la encierra en un circulo de smog, del cual todos querrán salir corriendo.








No hay comentarios:

Publicar un comentario